Sevilla rezará hoy por su hijo más excéntrico y querido, reconocido como la propia sangre y auténtico como lágrimas en la tragedia. Una ciudad tan creativa no podía tener más que un rockero como hijo predilecto, testigo del sagrado y profano de la vida, inmensa representación del dolor de la existencia y de la alegría que puede generar a veces este dolor. Silvio Fernández Malgarejo, a la diestra del cielo. Silvio querido, como un vecino, un amigo, una extensión de la vida.

Sin el arte de vivir de Silvio, porque estaba más agusto en el escenario de la vida que en el real que pisotean las estrellas de rock, no habría entendido ni un dos por ciento de la esencia de Sevilla. No habría conocido el dolor profundo e invisible, ni la clase innata de soportarlo. No habría conocido la alegría desmesurada, la fuerza de vivir de las pandillas conocidas o encontradas por casualidad, y cuanto este entusiasmo, por reglas milenarias, deba manifestarse contenido. No habría descubierto su fe auténtica, porque sólo esta ciudad puede tener un rockero como expresión directa de la devoción.

Han pasado 20 años, Silvio. Aunque el tiempo es sólo otra imitación de nosotros, nuestra copia que quiere sumergirnos, que te ha arrebatado Evita, aunque el tiempo es un Judas que se convertirá en santo, me enseñaste que tenemos tiempo para vender y que cada tarjeta rota se puede poner en orden con paciencia y fe, y si es necesario se pasa a guiñar el ojo a la necesaria autodestrucción. Porque yo también, Silvio, “vengo buscando pelea”, no hay otra vida posible, pero un día imprevisto sucede que el rock y el flamenco se compenetran, las palabras se evaporan, y nosotros nos convertimos en sueños.

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