Cuando el chef no aguanta más

Ese peso insoportable que lleva a los chefs al abismo, como ha sucedido recientemente con Anthony Bourdain, por ejemplo, que decidió ponerle un punto final definitivo, se debe al estrés, según una investigación llevada a cabo por la Universidad de Stanford: es el noveno trabajo que crea más trastornos de personalidad.  Nunca sabremos por qué Bourdain o Benoit Violier, hace apenas cuatro años, decidieron descender, de manera tan trágica e inesperada, de aquel Olimpo donde admiradores y críticos de todo el mundo los habían enviado. La parábola descendente la compartieron otros grandísimos artistas de la cocina: de Bernard Loiseau, que se disparó en la boca con un rifle de caza después de que, al parecer, se le hubiese comunicado la pérdida de dos estrellas Michelin, hasta Pierre Jaubert, por mencionar algunos casos conocidos.

Una carnicería que comenzó en la época de Luis XIV cuando el cocinero de la corte Francois Vatel renunció a la vida por un retraso en las entregas de pescado en un banquete. Esa es la historia. Pero quizás otras son las explicaciones de este goteo: la soledad de los Chefs, por ejemplo, obligados siempre a coordinar, dar ejemplo, controlar los ingredientes y elegir las materias primas (no se llega hasta allí si no hay elección y perfección maníaca en todo esto). Siempre obligados a ser los primeros, los primeros en llegar y los últimos en irse. Los grandes, que deben formar a toda una serie de sus pupilos -casi adeptos, ya que quien elige a sus mentores quiere determinada filosofía de vida.

Ellos, los elegidos, “condenados” a una vida en la que aromas y cantidades deben mezclarse tan bien que puedan convertirse en obras maestras, repetidamente, cada día, cada minuto, en nombre de la teoría que formuló Walter Benjamin sobre la reproductibilidad de la obra de arte. Pero no son solo aquellos que han llegado al empíreo quienes caen en esta “segunda vida”, la que obliga a ser no perfectibles, sino perfectos, sin vencimientos ni la posibilidad de relajarse. La cuestión pertenece, quizás, a todos los cocineros del mundo, desde el más escondido hasta el que ha conquistado los objetivos del circuito. 

Fatiga y presión, esa insoportable espina en el costado de tener que tender hacia la perfección y ser condicionados en mayor medida que otras personas por juicios y críticas ha hecho perder la cabeza a muchos y llevado a otros a dejar o a cambiar de oficio o, como en el caso de Olivier Roellinger, a tirar las estrellas -porque ya no brillaban, en el fondo de la mente y del corazón- o, como hizo Marc Veyrat, que no quiso esos reconocimientos porque, dijo, era la salud que se iba. 

Ese insoportable virus del estrés, del condicionamiento por los resultados, puede ocurrir también en otros lugares. Pero es la cocina, según los hechos que tenemos delante y nos han contado, la que hace inmortal e irresoluble esta tensión. Es quizás un circuito mediático que se ha extendido demasiado, todo el mundo habla de alimentos y bebidas: ya no es leer un artículo para el placer de ser informado. Es el estallido de la propia profesión. Es ser puesto, vírgenes sacrificiales, como comida en la picadora de la perfección. Para algunos, es el final, y quizás ni ellos saben por qué.

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