Donde no hay vino no hay amor

“Vino, ensèname el arte de ver mi propia historia/ como si èsta ya fuera ceniza en la memoria”. El verso más bello sobre el vino no lo escribió Eurípides (el de nuestro título), sino Jorge Luis Borges. Enséñame el arte de ver la historia de mi vida como si ya fuera cenizas en la memoria. Cambia la perspectiva mortal a la que estamos obligados los seres humanos. Ilumíname por otro lado.

Todo esto me viene a la mente en mi viaje hacia el Duero, donde uno puede sentirse como el vino, “subterráneo y solo” como se canta en los versos de Pablo Neruda. Es la complejidad del vino y la ligereza de estas tierras de La Vid y Aranda del Duero. El corazón de Castilla y León, la tierra media en la que viajan los peregrinos, la cortesía y la disponibilidad, la atención al trabajo.

Caminar lentamente, teniendo en los ojos y en el corazón los paisajes encantadores en los que se producen “the most intense and delicious Spanish red wines” como escribió Thomas Mattheus en “Wine Spectator”, Biblia de los enólogos. Y una biblia verdadera la tenía en el bolsillo el monje inglés Reginaldo de Durham que, pasando por estos lugares en el siglo XIII, descubrió que pasear por ella “puede liberar el cuerpo de sus cadenas…”. Peregrinos como aquellos que aún hoy transitan por estos lugares – el santo Camino Real – hacia Finisterre (el “fin de las tierras” del Imperio romano, más allá del cual estaba lo desconocido), disfrutamos la belleza de estas tradiciones: ¿”Peregrino, quien te llama? ¿Qué fuerza oculta te atrae?”.

Es el reino de la Ribera del Duero, vinos tostos y carnales, de gran complejidad aromática, hoy solicitados en todo el mundo también gracias a la valentía de empresarios que han creado bodegas importantes como Vega Sicilia (Vega significa “llanura fértil” y Sicilia no es nuestra isla, pero un nombre mal pronunciado de una antigua propietaria, una cierta Cecilia) y Pesquera, sino también de pequeños productores que han tenido la tenacidad de insistir en vinos tan sólidos, que cuanto más envejecen y más mejoran. Como la Bodega del Lagar de Isilla (www.lagarisilla.es), cerca de Aranda del Duero, que además de hacer excelentes vinos, ha creado una joya para el turismo. 

Era una finca originalmente, de arquitectura colonial tradicional, que fue “Posada” en el Camino Real de quienes pasaban y pasaban aquí, atravesando los magníficos puentes renacentistas en el Duero y se detuvo a rezar en el Monasterio Sta Ma de la Vid, dirigiéndose a Compostela y “el fin de las tierras”. El Lagar de Isilla es hoy una expresión suntuosa de lo que son las rutas del vino españolas. Un hotel boutique con habitaciones que evocan la naturaleza y evocan la Historia: gran respeto por las armonías del ambiente, un restaurante con espacios al aire libre que exalta en la cocina la elegancia y la persistencia, la acidez y los aromas de cereza y arándano, y quisiéramos decir del rojo-parduzco de las tierras tanto son carnosas, de los vinos hijos de Tempranillo (cepa que vale el 5 por ciento de la producción mundial), pariente de aquella Malvasia negra que conocemos bien, hoy DOC absolutos.

Un territorio que dona espontáneamente emociones y calidad, desde el siglo XIII en el que, dicen las cartas, ya estaban activas importantes bodegas y desde los tiempos, 1864, en los que Don Eloy Lacante y Chaves de regreso de Francia puso sus manos en él. Estas tierras, con 27 tipologías de uvas diferentes, secas y ventiladas, con días cálidos y noches frías, debían convertirse en el terroir de grandes vinos. Lo han hecho. Testigo es el Duero que, sinuoso y sólo aparentemente indiferente, ha sido durante siglos la frontera entre las tierras cristianas y musulmanas, la frontera entre un sur y un norte del mundo.

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