“El Mediterráneo, que durante milenios ha unido pueblos diferentes y tierras lejanas, se está convirtiendo en un frío cementerio sin lápidas”

“Estoy de nuevo aquí para encontrarme con vosotros. Estoy aquí para deciros que estoy cerca de vosotros, pero decirlo con el corazón. Estoy aquí para ver sus caras, para mirarlos a los ojos. Ojos llenos de miedo y de espera, ojos que han visto violencia y pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas”. 

El Papa Francisco llegó al campo de refugiados de Lesbos, donde ya había estado hace cinco años, y sus primeras palabras son para los dos mil “últimos del mundo”, aquí obligados a vivir porque se han levantado muros y no tienen futuro, pero sobre todo para los niños, víctimas inocentes de las migraciones, a las que ha abrazado y a las que acaba de estrechar las manos. La migración, dice el Pontífice, “no es un problema de Oriente Medio y del norte de África, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo”. 

No podemos mirar hacia otro lado, sigue diciendo el Papa Francisco, “Dejando a los inmigrantes a merced del mar se ofende a Dios. Detengamos este naufragio de civilización. El Mediterráneo, que durante milenios ha unido pueblos diferentes y tierras lejanas, se está convirtiendo en un frío cementerio sin lápidas. Este gran estanque, cuna de tantas civilizaciones, parece ahora un espejo de muerte. No permitamos que este ‘mar de los recuerdos’ se convierta en el ‘mar del olvido”. Hace cinco años el Pontífice, en su visita, firmó un llamamiento a los refugiados y a los emigrantes, junto con el patriarca de Constantinopla Bartolomé y el primado ortodoxo griego Ieronymos.

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