El día en que el mundo se oscureció

Ayer, cuando los iconos de Facebook, Whatsapp e Instagram dejaron de brillar en nuestros moviles, mutilando a los usuarios durante siete largas horas dejando de existir con sus servicios, como si hubieran regresado de esos espacios virtuales de donde vinieron, en estas horas nos hemos dado cuenta de lo mucho que dependemos de las redes sociales. Aún no se sabe si fue un ataque de hackers a la galaxia propiedad de Zuckenberg o fallos técnicos en la red. Lo que es cierto es que nuestro trabajo, nuestros sentimientos, nuestro corazón telemático que nos han implantado en lugar del verdadero, despersonalizandonos para siempre, han sido suspendidos y oscurecidos.

No hay alternativa a las redes sociales. Es por eso que en muchas partes y de manera cada vez más convencida responsables telemáticos y gurús de la comunicación advierten que es un momento peligroso para las libertades: saldremos, dicen, de las redes sociales para recuperar nuestros espacios. Porque en el fondo hacemos lo que dicen los inventores, nos despedazamos, elevamos constantemente el nivel de decibelios, fingimos telemáticamente indignarnos y amar. Estas redes sociales ganan más si el nivel de la polémica es más alto, si se percibe el chirrido molesto de la comunicación y a eso quieren llevarnos.

En el día en que se rompen los gigantes web, una reflexión sobre cómo continuar sería importante. Por ejemplo, de mi parte he estado muy bien. No necesito a Zuckenberg y sus planes para conquistar el mundo. Quiero decirle que aprecio el esfuerzo de dotarnos de herramientas y servicios modernos, pero que ya es hora de dejar claro cuánto cuesta este regalo. Todos saben que los paisajes sin píxeles vistos por la ventana son mejores que mil fotos virtuales.

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