Oda de un neófito a Morante de la Puebla

Si Fernando Pessoa escribía que “la muerte es la curva del camino, morir es sólo no ser visto”, el torero artista la desafía vistiéndose de luces, casi deslumbrándola, pero sabe que con ella debe dialogar, como ha dicho varias veces nuestro héroe. Morante de la Puebla, capaz de sacar de su inquietud estética el acto supremo de hacer emocionar a los espectadores, la faena impresionante, la derrota de la oscuridad, una vez más, al menos una vez más.

Lo que ha mostrado de sí mismo en Sevilla no es sólo arte puro que incluso un neófito como yo comprende: ha ido directamente a la historia del imaginario colectivo (incluidos estupor y lágrimas que muchos recordarán, los abrazos de quien ha visto algo que va más allá de lo ordinario) a través del camino más tortuoso, el de la belleza, del trance de quien se extraña a sí mismo para llegar a las divinidades.

Ha pasado mucho tiempo desde aquel 29 de junio de 1997 en que, apadrinado por Cesar Rincon, tomó la alternativa en Burgos y sin embargo Morante de la Puebla permanece, a juicio de expertos y precisamente neófitos como yo, fresco, auténtico, único. Su excentricidad, que lo llevó también a los conocidos problemas de salud, se convirtió en el arma para ser el más grande: nadie había logrado, nadie había despertado pasiones tan grandes, y remita al origen de la lidia.

Pero sin felicidad, el sevillano lo ha dicho varias veces, que la felicidad le interesa poco porque “hay que conformarse” a ella y ésta es una actitud limitante, una “comodidad”. El torero vive para el acto, para estar firmemente en escena en aquellos momentos en que el tiempo se suspende, no por sus consecuencias. El arte de Morante mira hacia atrás, a la tradición, a los maestros, a la estética madre de la ética, como decía Brodsky, al miedo precisamente de hacer frente a lo desconocido, a la humanidad profunda que necesitamos.

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